sábado, 21 de septiembre de 2013

Cuando te olvides de mi nombre, cuando mi cuerpo sea sólo una sombra borrándose entre las húmedas paredes de aquel cuarto.
Cuando ya no te llegue el eco de mi voz, ni el resonar de mis palabras, entonces, te pido que recuerdes que una tarde, unas horas, fuimos felices juntos y fue hermoso vivir.
Era un domingo en Hampstead, con la frágil primavera de abril posada sobre los brotes castaños.
Pasaban hacia la iglesia apresuradas monjas irlandesas, niños engominados y torpes, de la mano.
Arriba, tras los setos, en la verde penumbra del parque, dos hombres lentamente se besaban.
Tú llegaste, sin que me diera cuenta apareciste y empezamos a hablar, tropezando de risa en las palabras, titubeantes en el extraño idioma que ni a ti ni a mí pertenecía.



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